No hay acción sin motivo, y, si lo pensamos detenidamente, sólo hay tres motivaciones que mueven nuestra voluntad para llevar a cabo cualquier proyecto: el bien propio, el bien ajeno y, aunque parezca mentira, el mal ajeno.
Hay personas desgraciadas en las que anida el odio y la envidia, que gozan con el mal ajeno y son capaces de promoverlo intencionadamente. Por fortuna no son mayoría. La mayoría de los seres humanos funcionan buscando el propio bien, aunque eso pueda perjudicar a otros. Es la ley de la selva. Gran parte de nuestras acciones están guiadas por los propios intereses, son en un sentido amplio egoístas. Con el crecimiento y el desarrollo éticos, las personas van modificando su motivación y es el bien de los suyos, de los cercanos, de los próximos, lo que se convierte en motor de sus acciones. Pero hay, gracias a Dios, algunos seres en los que habita una auténtica espiritualidad, el prójimo entonces es cualquier ser humano y aliviar su dolor es el sentido de sus vidas. En ellos impera la ley del amor.
Las grandes corrientes de espiritualidad y las grandes religiones coinciden en señalar que el amor es el camino y la meta, el comienzo y el fin, alfa y omega, la razón de todo. El amor mueve el Sol y las estrellas, aseguraba el Dante; el amor es el arquitecto del Universo, decía Hesíodo; y el viejo Platón aseguraba que el amor era el principio de toda actividad y llenaba con su presencia el universo entero, moviendo sus resortes. Cuando nada existía, existía el amor; y cuando nada quede quedará el amor, porque el amor es lo primero y lo último; porque entre lo que existe y lo que no existe, existe un espacio que es el amor.
Pero el amor tiene muchas formas y llamamos a todas ellas por el mismo nombre, por eso es tan difícil definirlo. La mayoría de las veces, cuando hablamos del amor lo asociamos a una relación con un Tú: la pareja, el hijo, la madre, el amigo. El amor es entonces la necesidad de salir de uno mismo, el abandono del Yo para buscar un Tú y vivir un Nosotros. El amor es olvido del yo, es darse, es encontrar en la felicidad del otro la propia felicidad...
Pero, ya me callo, porque el amor es en última instancia inefable y no hay palabras para captarlo, es por diáfano fugitivo. Eso lo ve el poeta y dice: "Calle el alma lo que siente / porque siente lo que calla, / que amor que palabras halla / tan falso es cuanto elocuente".