lunes, 3 de mayo de 2010

el lenguaje del amor

La castidad
El lenguaje del amor
El hombre consciente y libre dirige su vida, ¿hacia dónde? Hacia donde le indique su inteligencia animada por su corazón.
El ser humano, rico en valores –que desarrolla hasta la virtud–, es capaz de buscarlos, de encontrarlos, y es libre para adherirse a ellos o no. La castidad es una de esas virtudes que vale por sí, que cuesta porque es preciada, y que llena porque, con lo que exige, la recompensa es siempre mayor. Pero el casto no nace, se hace, implica un proceso de educación. Cada forma de vida, condición y vocación, precisa su educación en la castidad y, todas, dentro de la misma sociedad, la nuestra
Carmen María Imbert

Comencemos con una ilustración muy sencilla, pero curiosa; la de la estupidez en la que vivimos. Y es que, a pesar de que he visto a muchas personas criticando la castidad, a veces furiosamente en contra, y otras, las menos, defendiéndola con discursos débiles, nunca he visto a ninguno empezar preguntándose qué es la castidad. Emiten una mueca burlona al escuchar su nombre, la denigran con críticas negativas, la hacen añicos y exhiben los trozos como muestras, pero nunca la miran a los ojos. Nadie se pregunta, aunque sólo sea por curiosidad humana, qué es, o por qué es, o por qué la mayoría de la Humanidad cree que debe ser lo que no es. Para no caer en la misma estupidez, empecemos definiéndola.
Si acudimos al diccionario de la Real Academia, la castidad se define como «la virtud del que se abstiene de todo goce sexual, o se atiene a lo que se considera como lícito». Pero si consideramos esta virtud desde su dimensión plena y positiva, no como una negación de otra realidad, es necesario hacer justicia y completarla. El Catecismo de la Iglesia católica responde así en el número 2.339: «La castidad implica un aprendizaje del dominio de sí, que es una pedagogía de la libertad humana. La alternativa es clara: o el hombre controla sus pasiones y obtiene la paz, o se deja dominar por ellas y se hace desgraciado».
Todos estamos llamados a la castidad, a disfrutar del valor de la castidad. Todos, sin discriminaciones. Por eso se puede hablar de castidad en la juventud, castidad en el matrimonio, castidad en la consagración, castidad en la ancianidad, castidad en la viudedad. Y en todo caso ocurre lo mismo: la persona que va más allá de los valores útiles o vitales y llega a los espirituales, en este caso, al vivir la castidad, conoce en sus propias carnes lo que significa el amor pleno. Ahí radica el valor de esta virtud, en que sirve de lupa de aumento ampliando las potencias humanas hasta realizar plenamente a la persona.


Virtud que vale y cuesta
A todo ser humano le atrae la idea de ser él mismo, de controlar la situación, de llevar las riendas. Quizá ésta sensación sea mayor si lo que gobierna es lo más preciado, lo más suyo. En la persona lo más valioso es su corazón, su capacidad de amar. La castidad es precisamente esa virtud de gobierno, control, dominio, esa gimnasia del corazón que mantiene en forma la dimensión sexual de la persona y su posibilidad de mayor amor.
Los malos ojos con los que se ha mirado con frecuencia esta virtud responden al ser perezoso que llevamos dentro, a la ley del mínimo esfuerzo. No es fácil amar, a pesar de la falsa apariencia que, en películas, series, novelas y foros diversos, se le ha dado a esta cualidad humana, reduciéndola, en la mayoría de los casos, al aspecto genital. Una falsedad repetida y repetida, no se convierte en verdad, pero se manifiesta como algo normal, al menos normalmente aceptado, que, con la insistente repetición, pasa de normal a normativo: «Si no haces el amor con él, es que no le quieres de verdad». Confusión, complejos y pobreza personal se dan al sesgar esta capacidad de la persona. Sólo los que piensan por sí mismos, y no les piensan, los que viven libres sin el lastre del qué dirán, o peor, qué pienso que pensarán, son capaces de dar el salto a lo auténtico, aunque, como se dijo más arriba, no sea fácil, aunque suponga exigencia, porque vale la pena, como sintetizó el filósofo francés Maurice Blondel: «El amor es lo que de verdad hace que seamos».
El escritor y periodista inglés con más sentido común, inteligencia y elocuencia, sazonado todo con una abundancia generosa de sentido del humor, Gilbert K. Chesterton explica: «En todas las épocas y pueblos, el control normal y real de la natalidad se llama control de uno mismo». Esto mismo se puede referir a la castidad, control de uno mismo desde la raíz. Pero eso cuesta, y pocos, muy pocos, serán capaces de proclamar y defender esta práctica, porque no es fácil, supone un esfuerzo como todo lo que vale. Sólo aquellos pioneros, aquellos que quieran a las personas por ellas y no por lo que tienen, tendrán el valor de proclamar la castidad, si les dejan. El teólogo y jesuita español padre Juan Antonio Martínez-Camino escribió un artículo en enero de 1999, con motivo de la campaña contra el sida que, bajo el eslogan publicitario Si te lías... úsalo, animaba a los jóvenes madrileños al llamado sexo seguro, equiparado al preservativo. Envió el artículo a un diario español de tirada nacional que se autodefine como independiente, y que nunca se publicó, ¿por miedo, complejo, estrechez? «La Iglesia predica la castidad. La sexualidad humana no es ni una evasión, ni un objeto de consumo; es cauce maravilloso para expresar un amor verdadero. La castidad no es la represión de la sexualidad, sino la fuerza virtuosa que le da sentido humano. Lo cual, como todo lo que vale, tiene un precio». La Iglesia es una de esos pocos que se atreven a mostrar el beneficio de la castidad. Y precisamente cuando falla en esto en alguno de sus miembros, es la sociedad misma, que para sí desprecia esta virtud, la que se apresura a recordárselo, a exigírselo, quizá porque en el fondo no se desprecie la castidad, sino el esfuerzo que se precisa para vivirla. Ejemplos de esto hemos tenido no hace mucho, pero son tan viejos como la vida misma, y de ellos es bueno aprender. Uno de los casos más escandalosos dentro de la Historia ha sido el de aquel joven de Hipona al que, con el tiempo y su virtud, se le conoce por san Agustín. En su libro Confesiones declara que había una cosa que lo detenía: el miedo a no ser capaz de ser casto: «Las cosas más frívolas y de menor importancia, que solamente son vanidad de vanidades, esto es, mis amistades antiguas, ésas eran las que me detenían, y como tirándome de la ropa parece que me decían en voz baja: Pues qué, ¿nos dejas y nos abandonas? ¿Desde este mismo instante no hemos de estar contigo jamás? ¿Desde este punto nunca te será permitido esto ni aquello? Pero ¡qué cosas eran las que me sugerían, y yo explico solamente con las palabras, esto ni aquello!»

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